Las nuevas élites cognitivas: quiénes son y por qué dominarán el futuro

Autor: Patricio Hunt, Managing Partner

El declive silencioso de las élites tradicionales

Ya está instalado entre nosotros un nuevo poder relativamente silencioso. Durante décadas, el poder tuvo un formato reconocible. Tal como lo define el libro “The Global Power Elite and the World They Are Making” de David Rothkopf, el poder lo ostentaban los políticos, los banqueros, los altos ejecutivos de multinacionales, los académicos que hablaban en paneles bien iluminados o escribían columnas dominicales. Según Rothkopf, que los contó, este grupo estaba compuesto por unos 6.000 individuos.  Tenían voz institucional, una narrativa que se repetía como eco en los medios, y una red de legitimidad que, aunque cada vez más desgastada, seguía funcionando por pura inercia.

Una nueva clase dirigente: del cargo al código

Pero en los últimos 10 años se ha hecho evidente que ese mundo se ha estado desmoronando. No de golpe, no con una revolución visible. Sino en silencio, mientras otra forma de autoridad está emergiendo, más compleja, menos decorativa y mucho más efectiva. Son las nuevas élites cognitivas. No necesitan un cargo para ejercer influencia ni un diploma para obtener respeto. Les basta con construir cosas que funcionan. Organizaciones, algoritmos, arquitecturas de hardware, modelos de lenguaje, soluciones a problemas cuya complejidad supera la comprensión de casi todos los que todavía ocupan la primera fila de los foros tradicionales.

La fórmula del nuevo poder: técnica, visión, ejecución y narrativa

Lo que distingue a esta nueva clase no es un título ni un apellido, ni la riqueza que hayan acumulado previa al momento en que se tornan relevantes, sino una combinación poco frecuente de capacidades: dominio técnico de frontera, visión estratégica a largo plazo, una obsesiva orientación a la ejecución, y algo aún más raro en estos tiempos: autonomía narrativa. No buscan ser parte del consenso; diseñan el suyo propio. Y lo hacen con una mezcla de rigor matemático y fe en la posibilidad de que todavía se puede inventar algo que cambie de verdad las reglas del juego.

Un poder que se abre paso sin pedir permiso

El mundo les ha abierto la puerta no porque haya querido, sino porque ya no le queda más remedio. Las viejas élites no saben qué hacer con la inteligencia artificial, con la transición energética, con la descomposición institucional. Y mientras ellos se reúnen en el G20, en Davos, en Washington, New York o en Bruselas, y emiten comunicados, los nuevos están resolviendo e implementando. Jensen Huang redefiniendo la infraestructura computacional global desde NVIDIA. Sam Altman modelando el poder geopolítico en torno a la IA generativa. Eric Schmidt diseñando mecanismos de gobernanza algorítmica más relevantes que cualquier comité de Naciones Unidas. Zuckerberg, Thiel, Lin. Los nombres cambian, pero el patrón se repite.

Los arquitectos del futuro ya están aquí

No son emprendedores al uso. Tampoco son simplemente técnicos brillantes. Son otra cosa: arquitectos y constructores de nuevos sistemas, en el sentido más amplio de la palabra. Gente que opera desde una lógica postnacional, post-jerárquica y, en cierto modo, post-institucional. Su brújula no es el poder, sino la eficacia. No se preguntan quién debe darles permiso. Se preguntan si pueden hacerlo funcionar.

Una hegemonía con fisuras

Y sin embargo, este nuevo orden tiene su propia fragilidad. Porque todo lo que nace fuera del marco tradicional corre el riesgo de pasarse de frenada. La claridad brutal con la que piensan puede volverse indiferencia. El foco en la ejecución puede ignorar los bordes humanos y morales del problema. La meritocracia técnica, cuando se vuelve dogma y se lleva al extremo, corre el riesgo de olvidar que el talento no siempre viene acompañado de conciencia. El aislamiento moral es un riesgo real. Y la desconexión cultural, también.

En los próximos cinco años, veremos cómo estas élites consolidan un nuevo tipo de hegemonía. No buscarán necesariamente el poder político (aunque asistiremos a intentos de asalto como ha hecho Elon Musk con Trump), pero sobre todo lo ejercerán a través de las estructuras que controlan. Sus empresas serán cada vez más parecidas a pequeños estados con monedas, reglas y territorios simbólicos propios. Su forma de pensar impregnará las universidades, las formas de liderazgo y los nuevos estándares de ambición. Y, lo más importante, su lenguaje —la claridad, la precisión, la lógica aplicada— sustituirá lentamente al discurso vacío de los que siguen ocupando cargos pero ya no tienen autoridad.

Pero, ¿cuáles son las implicaciones para el resto de los mortales de este cambio de paradigma en el poder?  Se me ocurren tres.

Un nuevo orden de poder global

Lo primero y más obvio es que el poder, tal como lo conocíamos, empieza a adoptar una forma más difusa y polimorfa. Y como los estados han quedado mayormente en manos de políticos mediocres (porque los mejores lo han visto claro y prefieren ser miembros de estas nuevas élites gracias a sus capacidades) pondrán en marcha mecanismos para aplastar a las nuevas élites (que es lo que intentan siempre los mediocres... destruir, apartar y anular a los más listos).  El problema que se van a encontrar es que si estas nuevas élites terminan funcionando como microestados —con sus propias monedas, marcos normativos, sistemas de identidad simbólica y hasta gobernanza moral—, ya no estaremos hablando solo de concentración económica, sino de un poder que extiende sus tentáculos mucho más allá y de maneras mucho más sutiles. No veremos la caída de los estados-nación, pero sí de una erosión gradual e irreversible de su monopolio sobre lo normativo. Para millones de personas, la legitimidad y la lealtad podrían desplazarse desde el Parlamento hacia la API. Desde la Constitución hacia el Terms & Conditions. Y eso reconfigura no solo la geopolítica, sino la manera en que las personas entienden su lugar en el mundo.

La reconfiguración cultural: pragmatismo como hegemonía

En paralelo, esta nueva lógica de élite se infiltra en los imaginarios culturales, en la arquitectura de las universidades, en los nuevos estándares de liderazgo. Lo que antes era una forma entre otras de ver el mundo —la eficiencia, la ejecución, el impacto cuantificable— amenaza con convertirse en el único criterio legítimo de ambición. Lo no medible, lo lento, lo simbólico, empieza a quedar fuera de juego. Las humanidades no perderán terreno porque sean fallidas, sino porque no producen métricas. Y cuando eso ocurre, el riesgo ya no es sólo una tecnocracia arrogante, sino una pobreza cultural profunda, donde la única forma válida de existir es ser funcional.

En ese contexto, la noción misma de “aspirar a algo” cambia de piel. Ya no se trata de servir, inspirar o cultivar. Se trata de construir, escalar, dominar. Todo lo que no tenga esa arquitectura de progreso lineal corre el riesgo de ser catalogado como irrelevante. Y eso, inevitablemente, fractura. Se abre una brecha cultural entre los que entienden el mundo como proyecto técnico, y los que aún lo viven como experiencia humana.  Y esos últimos —los que aún viven el mundo como experiencia humana— no están equivocados ni desactualizados. De hecho, si atendemos a lo que realmente nos hace felices, lo que de verdad nos sostiene en pie cuando todo lo demás flaquea, lo encontraremos siempre en lo esencial: el vínculo con otros, la sensación de pertenencia, el ritmo lento de una conversación que no busca nada salvo compartir el tiempo. La paradoja es brutal: mientras las nuevas élites imponen una lógica funcional como única forma legítima de aspiración, los datos —y la vida— nos recuerdan que la felicidad sigue perteneciendo a quienes priorizan lo no cuantificable. Y si esa fractura no se cierra, no será solo una brecha cultural. Será un vacío existencial difícil de llenar con código, capital o eficiencia.

Democracia delegada, soberanía privatizada

Lo más inquietante, sin embargo, es que todo esto ocurre al margen de cualquier diseño institucional clásico. Nadie ha votado a estas élites. No tienen que rendir cuentas. No existen contrapesos formales, ni límites de mandato, ni mecanismos de control. Y aunque en apariencia no buscan el poder político tradicional, en la práctica lo influencian, lo moldean y, llegado el caso, lo neutralizan si no se alinea con su visión. Musk es solo el ejemplo más visible. Pero no es el único. Lo que emerge es un sistema dual: estados que representan la soberanía formal y plataformas que operan la soberanía real.

En esa tensión se jugará el futuro. Porque sí, tendremos más innovación, más eficiencia, más soluciones. Pero también un riesgo real de perder contacto con lo que nos hace más humanos. Y, sobre todo, está en riesgo el sistema de gobierno que —sin ser perfecto— nos ha dado estabilidad, derechos, representación y la posibilidad de corregir el rumbo colectivo: la democracia basada en la participación, el pluralismo, la legitimidad construida desde abajo. Y si ese vínculo se rompe, lo que nos espera no es necesariamente distopía, pero sí una era de gobernanza opaca, donde la ciudadanía se vuelve un rol pasivo, casi técnico. Un consumidor de estructuras, en lugar de un autor de su destino.

¿Soluciones? No hay respuestas fáciles. No bastará con más regulación ni con nostálgicas llamadas al pasado. Tampoco con una rebelión cultural sin capacidad de articular alternativas reales. Lo que está en juego no es solo una disputa entre lógicas —tecnocrática versus humanista—, sino una pregunta aún más honda: ¿cómo reconstituimos un sentido de lo común en un mundo donde el poder ya no necesita permiso y la velocidad deja atrás a las instituciones?  Ideas, propuestas y comentarios serán bienvenidas.